sábado, 9 de agosto de 2025

 


Cuando la mente enferma dirige y elige: salud mental,  liderazgo político y el alma de una nación

Un análisis necesario sobre el impacto de la fragilidad mental en nuestra democracia.

I. Introducción: un nuevo desafío para la salud de la democracia

Colombia —como muchas otras democracias del mundo— atraviesa una crisis cada vez más preocupante que puede tener consecuencias devastadoras si no se reconoce a tiempo: el deterioro de la salud mental, tanto de los dirigentes como de los ciudadanos. No se trata de un problema marginal o individual. Estamos ante una amenaza estructural que afecta el juicio, la convivencia, la empatía y, en última instancia, la capacidad de una sociedad para construir un proyecto compartido.

La gravedad del asunto quedó expuesto recientemente con el informe del Ministerio de Salud que reveló que más del 60% de los colombianos presentan algún tipo de trastorno mental. La cifra es alarmante por sí sola, pero lo es aún más cuando se conecta con el estado emocional de nuestros dirigentes y la dinámica colectiva que los llevó al poder.

Este blog busca abrir un espacio de reflexión y de una conversación pública difícil, sobre un tema que ha sido tabú por demasiado tiempo: la salud mental en general, y el impacto en el ejercicio de la conducción política y en las decisiones del electorado. No se trata de estigmatizar, sino de entender. Tampoco de atacar, sino de aprender. Porque si no abordamos este tema con madurez, corremos el riesgo de que nuestras democracias sigan premiando la disfuncionalidad emocional —en lugar de la sabiduría colectiva— como base de la representación popular. 


II. Dirigentes con rasgos preocupantes: ¿delirios de poder o síntomas clínicos?

Casos emblemáticos que me generan esta reflexión, como lo son Gustavo Petro y Donald Trump. Cada uno en extremos ideológicos distintos, comparten un patrón de comportamiento que ha encendido las alertas de psiquiatras, psicólogos y analistas políticos en Colombia y en el mundo. El narcisismo extremo, la desconexión con la realidad, la negación de los errores, los discursos paranoicos, y una necesidad compulsiva de dividir para reinar, son solo algunos de los síntomas que muestran estos dos individuos.  Y se repiten con una frecuencia cada vez mayor, ante la tolerancia o la indiferencia de una ciudadanía herida, que es la más afectada;   por un tema crítico que se ha normalizado y por lo cual  no se habla dada la sensibilidad que genera.

Numerosos profesionales de la salud mental han señalado que dirigentes que exhiben estas conductas, pueden asociarse claramente con el trastorno narcisista de la personalidad, el trastorno antisocial, o incluso rasgos paranoicos. No es necesario tener un diagnóstico clínico, para reconocer el impacto profundo de esta situación a nivel psicológico y social: una polarización exacerbada, el miedo colectivo, la victimización masiva, la manipulación emocional, el uso irresponsable del lenguaje y su efecto en el manejo de las instituciones del Estado. El inmenso peligro de estas dinámicas  es  que sus  efectos  pueden  tomar muchos años y esfuerzo para reparar.

Pero lo más inquietante es que personas con estas condicionas, no llegan solos al poder. Son elegidos democráticamente. De hecho, utilizan malévolamente las reglas del sistema para socavarlo. Y aquí comienza la segunda parte de mi preocupación.


III. Electores emocionalmente vulnerables: una sociedad que vota desde la herida

¿Qué lleva a millones de personas a votar —una y otra vez— por figuras que exacerban el miedo, el resentimiento o la desesperanza? ¿Por qué tantos ciudadanos —aun sufriendo las consecuencias de malos gobiernos— insisten en seguir apoyando a quienes los desorientan o maltratan? Esta pregunta es pertinente en el caso de Trump, y potencialmente un inmenso peligro de cara a las elecciones del 2026 en Colombia.

Una respuesta probable puede estar en que se ha generado un vínculo emocional inconsciente entre estos dirigentes disfuncionales y sus sociedades que están heridas. Cuando en una sociedad hay muchas personas que están atravesadas por traumas colectivos, frustración crónica o desesperanza aprendida, tiende a aferrarse a figuras mesiánicas o autoritarias que ofrecen unas certezas absolutas, unos culpables claros y la aceptación de soluciones simples.

En Colombia, con más del 60% de la población afectada por trastornos de ansiedad, depresión o estrés crónico, este fenómeno no es sorprendente. La política se ha convertido en un escenario de descarga emocional, más que de deliberación racional. Se vota no por propuestas, sino por rabia. No por futuro, sino por revancha. No para construir, sino para castigar. Y personalidades paranoides y narcisistas, lo aprovechan para manipular emocionalmente a sus seguidores.

Se genera un ciclo que es profundamente destructivo. Porque a mayor frustración, mayor radicalización. Y a mayor radicalización, más incentivos para que los dirigentes políticos aumenten sus comportamientos disfuncionales, porque saben que estos les aseguran fidelidad emocional y dependencia.

IV. Una doble enfermedad que se retroalimenta

Cuando coincide un dirigente con una salud mental frágil y una sociedad emocionalmente herida, se genera una simbiosis tóxica. El dirigente enfermo necesita aprobación constante para sostener su ego. La ciudadanía herida necesita canalizar su malestar a través de una figura que simbolice su rabia o su deseo de redención. Les hace sentir  que es alguien que los escucha, los comprende y los representa. El resultado es una democracia emocionalmente secuestrada, donde los hechos importan menos que los relatos falsos, y donde las decisiones se toman desde el hígado, no desde la cabeza. 

Hoy asistimos a lo que podría llamarse un síndrome de Estocolmo colectivo: multitudes que terminan identificándose con quien las domina, justificando incluso sus abusos. Pero, a diferencia de un secuestro real, aquí existe la posibilidad de romper el vínculo. Cuando la persona reconoce la trampa, puede elegir sacudirse esa influencia y regresar a la brújula de sus propios valores.

Este fenómeno no surge por azar. Quien controla el mensaje sabe dónde golpear: identifica las fibras más dolorosas de la sociedad y las pulsa con precisión quirúrgica. No busca sanar heridas ni resolver problemas, sino manipular emociones a su favor. Lo hace sin verdad, sin ética y con una intención calculadamente maliciosa.



Lo que está en juego no es solo el funcionamiento del Estado, sino la salud emocional colectiva de una nación. Y el precio que pagamos es altísimo: desconfianza generalizada, conflictos sociales permanentes, un debilitamiento institucional acelerado y un país que se vuelve cada vez más difícil de gobernar.


V. ¿Y cómo podría afectar esta realidad a los movimientos como los que propician una narrativa positiva y esperanzadora ? Hay un riesgo y una oportunidad

Iniciativas de este tipo como las que se han venido proponiendo en el país son urgentes de promover y apoyar. Surgen precisamente como respuesta a esta crisis emocional y no podemos desfallecer. Su narrativa positiva, su énfasis en el cuidado de nuestro país, en el fomento de la esperanza, la confianza en que si podemos superar el momento histórico mediante la acción colectiva. Son como una vacuna porque representan una contraofensiva emocional frente a un entorno profundamente deteriorado, pero donde hay millones de colombianos que están dispuestos a escuchar porque no se quieren dejar secuestrar e intoxicar mental y anímicamente. 

Sin embargo, este tipo de iniciativas  también enfrentan un desafío inmenso: ¿cómo conectarse con una ciudadanía fragmentada emocionalmente, que además se siente utilizada y traicionada, y que la ha hecho desconfiada, sentirse herida o anestesiada? 

Hoy la salud mental no es un tema periférico. Es una variable estructural fundamental en cualquier proceso de transformación social. Si no se reconoce esta realidad, los esfuerzos por construir una narrativa colectiva de esperanza pueden ser interpretados como ingenuos, elitistas o desconectados de la realidad. O lo que es peor aún, otra manipulación más.

VI. ¿Es posible una política mentalmente saludable?

Yo pienso que debe ser posible. Pero va implicar un cambio profundo en la cultura cívica de nuestra sociedad y en la forma en que abordemos el impacto de la salud mental en nuestra democracia. La Ley 1616 del 2013 y la 2460 del 2025 nos obliga a todos a poner atención en la salud mental, y poner énfasis en la prevención. Por lo tanto, necesitamos que los dirigentes que están aspirando a llegar al poder,  entiendan el problema, y sepan ejercer el liderazgo para integrar el tema de la salud emocional personal y colectiva, con la capacidad política de responder a las crecientes expectativas de la gente. 

El problema nos exige que, en un país que quiere cuidar la democracia, necesita que sus  ciudadanos cuando voten, lo hagan desde la conciencia, sean capaces de cuestionar y no se dejen solo llevar por la emocionalidad ciega. Urgen los partidos que ofrezcan proyectos atractivos y viables de realizar, no solo la polarización, el odio y la lucha de clases. 

Es crítica la labor pedagógica de todos los medios escritos y otras fuentes de información , para que ayuden a orientar la opinión pública, y por lo tanto, los necesitamos  hoy más que nunca, pero ellos también requieren de nuestro apoyo, porque los primeros están muy vulnerables. Los necesitamos para que  puedan  informar con responsabilidad, y no como muchos de ellos, que hoy  alimentan el morbo y las pasiones destructivas de una sociedad enferma.

Y, sobre todo, necesitamos urgentemente abrir una conversación difícil sobre el impacto de la salud mental de nuestra sociedad en la democracia. No puede ser un tabú ni se puede seguir ocultando más esta realidad. Por lo tanto, surgen preguntas  incómodas como:

  • ¿Debería evaluarse la salud mental de los candidatos presidenciales?
  • ¿Es posible prevenir colectivamente los delirios autoritarios?
  • ¿Se puede educar emocionalmente a un electorado?
  • ¿Qué responsabilidad tienen los dirigentes políticos que llegan a posiciones de poder y autoridad, de demostrar que son personas mental y emocionalmente competentes, cuando sus decisiones tienen un inmenso impacto en la sociedad?

Estas preguntas son parte de la solución. Porque solo cuando reconocemos la dimensión emocional de la democracia, estamos en condiciones de cuidarla.


VII. Conclusión: sanar para poder cuidar

Colombia —y muchas otras democracias del mundo— están heridas. Pero una herida no es lo mismo que una condena. Puede convertirse en el lugar desde donde nace la transformación.

La buena noticia es que cuidar a Colombia, como lo he propuesto en mis blogs anteriores, también implica cuidar su salud mental colectiva y la de sus dirigentes. Y eso comienza por mirar con valentía lo que antes se ocultaba. Por hablar de lo que duele. Por preguntarse si es posible gobernar con equilibrio emocional. Y por construir juntos una nueva cultura política donde las emociones no sean manipuladas, sino comprendidas y canalizadas hacia el bien común.

Porque Colombia es buena. Pero solo si también es sana.

Y vale la pena cuidarla, precisamente por eso.

PD: para los lectores que no hayan leído mi blog anterior, los invito a hacerlo por tratarse de un asunto vital para nuestra democracia. Y si consideran valiosos estos dos blogs les agradezco reproducirlos a sus conocidos. 


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