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sábado, 22 de noviembre de 2025

 Creencias que ciegan, creencias que liberan: el desafío  interior para reconstruir a Colombia

En tiempos de incertidumbre, polarización y ansiedad colectiva, solemos buscar explicaciones afuera: en los políticos, en los medios, en la economía, en los poderes ocultos o en la corrupción que parece extenderse como un cáncer. Pero con menos frecuencia nos atrevemos a mirar hacia adentro. A ese territorio íntimo donde se alojan las creencias que filtran lo que vemos, condicionan lo que sentimos y determinan cómo actuamos.

Las creencias —personales y colectivas— son, quizá, la fuerza más subestimada en la vida social de una nación. No son simples opiniones ni ideas pasajeras: son lentes invisibles que seleccionan la información que aceptamos, moldean nuestras emociones y guían nuestras decisiones. En un entorno como el colombiano, donde las emociones oscuras —resentimiento, miedo, desconfianza, rabia— se han vuelto parte del paisaje, el papel de las creencias es aún más decisivo: pueden amplificar la polarización o abrir caminos hacia la cultura del cuidado y la cooperación.

En este blog propongo detenernos un momento para preguntarnos: ¿qué creencias están gobernando y limitando nuestra vida pública y privada?, ¿qué creencias necesitamos revisar para habilitar la construcción de un propósito superior que nos reúna como país?

1. Las creencias como filtros de la realidad

La mente humana nunca observa el mundo en bruto. Siempre interpone una narrativa previa, una suposición, una explicación. Vivimos atrapados en unos modelos mentales que no reconocemos fácilmente. No vemos “la realidad”: vemos nuestra versión de la realidad, la que nuestras creencias nos permiten procesar. Y difícilmente las cuestionamos. 

Por eso dos personas, frente a los mismos hechos, llegan a conclusiones opuestas y sienten emociones radicalmente diferentes. A eso se suma otro fenómeno: en escenarios de polarización, las creencias se vuelven identidad, y cuando una creencia se convierte en identidad, ya no la defendemos con argumentos, sino con emociones. Así muere el diálogo,  la conversación y nace la agresividad. Protegemos lo que creemos es nuestra identidad individual y colectiva.

En estos momentos, Colombia está viviendo esta realidad de manera dramática. Lo que pensamos del país, del gobierno, de los empresarios, de los jóvenes, de la Fuerza Pública o de los líderes políticos, no surge de un análisis sereno, sino de creencias acumuladas: algunas heredadas, otras inducidas, muchas nunca examinadas.

Las creencias son como un sistema operativo: si no lo actualizamos, empieza a fallar.

Y el problema se aumenta exponencialmente cuando buscamos juntarnos con personas que tienen creencias similares, dinámica que las convalida y refuerza. Es la razón de los silos de opinión habilitados por las redes sociales. 

2. ¿Por qué es necesario revisar nuestras creencias?

Porque las creencias generan emociones, y las emociones guían comportamientos. Y hoy, en Colombia, las emociones están bloqueando las posibilidades de encuentro y generando comportamientos muy agresivos. Las personas con creencias diferentes son los enemigos a los que hay que destruir.

Cuando una creencia se instala como verdad absoluta (“todos los políticos son iguales”, “nadie en este país hace las cosas bien”, “Colombia es un país condenado”, “el otro bando es un enemigo”), esas creencias restringen nuestra mirada, erosionan la confianza y nos llevan a actuar desde el miedo o la impotencia.

Hay tres razones que hacen urgente revisar nuestras creencias:

a)  Muchas de nuestras creencias ya no corresponden al país que somos

Seguimos interpretando la realidad con marcos mentales de otra época: Creencias autoritarias sobre el liderazgo. Creencias fatalistas sobre nuestra identidad colectiva. Creencias de desconfianza aprendida que nos impiden colaborar. Es como querer navegar el océano desconocido con mapas que no existen.

b) Las creencias generan estados emocionales duraderos

Una creencia pesimista produce miedo. Una creencia de impotencia produce resignación. Una creencia de rechazo produce agresividad. Por eso revisar las creencias no es un acto intelectual: es un acto emocional y ético.

c) Ninguna sociedad puede construir un propósito superior con creencias que se contradicen

Si creemos que “nada funciona”, ¿cómo esperar compromiso?. Si creemos que “todos los demás son corruptos”, ¿cómo construir confianza?.Si creemos que “Colombia está perdida”, ¿cómo pedirle a la gente que cuide algo que considera irrecuperable?. si creemos que las personas en condiciones de pobreza extrema no pueden cuidar de su comunidad, ¿ cómo construir una realidad colectiva?. Las la suma de las creencias individuales son la infraestructura mental invisible de un país. Sin revisar esa infraestructura, no habrá narrativa común posible.

3. Introducir este tema en una conversación nacional

Este es un punto crítico. Colombia necesita hablar de sus creencias sin vergüenza y sin miedo para hacerlas muy visibles y entender su impacto. Pero ¿cómo hacerlo para diferentes públicos y en diferentes escenarios, que permita una mejor comprensión colectiva?

Propongo tres caminos:

1. Convertirlo en una conversación sobre su impacto en el bienestar emocional, no sobre política

Nos dormimos con creencias y nos despertamos con ellas, determinan cómo trabajamos, cómo hablamos con nuestros hijos, cómo interpretamos la incertidumbre. Es decir: afectan el bienestar individual y colectivo cotidiano.

Esto abre la puerta a un diálogo más humano, menos ideológico.

2. Conectar el tema con ejemplos cotidianos

Las creencias se manifiestan en cosas simples: cómo tratamos al vecino, cómo manejamos el desacuerdo, cómo reaccionamos ante una norma, cómo interpretamos el trabajo colectivo.La conversación puede comenzar ahí, sin entrar de inmediato en las grandes discusiones nacionales.

3. Vincular el tema con el propósito superior que el país necesita

No se trata de revisar creencias por revisión psicológica: se trata de revisarlas porque sin una base compartida de creencias colectivas, ningún propósito nacional sobrevivirá. Y esta es precisamente la razón por la cual este tema conecta con la narrativa que hemos venido trabajando: Colombia es buena y vale la pena cuidarla.

4. ¿Qué tiene que ver esto con el movimiento Colombia es buena?

La premisa central del movimiento es que Colombia tiene un enorme potencial humano, social y cultural que ha sido opacado por narrativas negativas y por creencias que refuerzan la desesperanza. 

Una creencia no revisada puede convertirse en un obstáculo para el cuidado colectivo. La creencia de que “nada va a cambiar” paraliza. La creencia de que “estamos solos” desmoviliza. La creencia de que “el otro es el problema” destruye puentes.

El movimiento promueve otra creencia fundamental:

Colombia sí puede reorientar su rumbo si activamos comunidades, liderazgos y redes que cuiden lo que tenemos y que reconstruyan lo que hemos perdido y saquen la mejor versión de los colombianos para avanzar como país.

Esta no es una creencia ingenua. Es una creencia productiva, fundada en experiencias reales que se evidencia en miles de iniciativas silenciosas que hay a lo largo y ancho de nuestro país, y que nuestras creencias limitantes no nos permiten ver. Pero ahí están. Solo hay que visibilizarlas, conectarlas y apoyarlas para activarlas al servicio de Colombia porque es buena y vale la pena cuidarla . 

El país no va a cambiar con promesas que no se cumplen,  o con discursos y reformas que no se implementan. El país cambia cuando una nueva creencia —esperanzadora, realista, movilizadora— se hace colectiva, y que permita habilitar una mentalidad distinta que facilite la posibilidad de los verdaderos cambios .

Lo que estás proponiendo con Colombia es buena,  es cambiar el punto de partida psicológico y emocional desde el cual los colombianos interpretan su realidad.

5. Revisar creencias para recuperar la capacidad de encontrarnos

No habrá propósito nacional sin un proceso de introspección colectiva. Colombia necesita revisar sus creencias para:

  • desactivar prejuicios, reinterpretar la incertidumbre, transformar la relación con la institucionalidad, recuperar la confianza básica, y habilitar la cooperación entre sectores históricamente desconectados.

Todo proceso de reconstrucción nacional empieza por un acto simple y profundo: preguntarnos si lo que creemos nos acerca o nos aleja del país que decimos querer.

6. Un llamado final

Este blog quiere abrir una puerta: la puerta de la reflexión interior como camino de transformación social. No podemos construir una narrativa común si cada uno está atrapado en creencias que lo separan del otro. No podemos construir un “nosotros” mientras cada quien defiende su mapa mental como si fuera la realidad misma. No podemos cuidar a Colombia si antes no revisamos lo que creemos sobre Colombia.

Las creencias pueden ser cárceles o pueden ser motores. En nuestras manos está decidir qué queremos que sean. El movimiento Colombia es buena y vale la pena cuidarla no comienza en la calle ni en las instituciones: comienza en la conciencia de cada uno, en la disposición humilde de revisar nuestras creencias y permitir que una narrativa más generosa, más realista y más esperanzadora tome el lugar que hoy ocupan el miedo, la rabia o la indiferencia.

Si cambiamos las creencias que nos limitan, cambiaremos las emociones que nos bloquean.Y si cambian las emociones, cambiamos las decisiones. Y si cambian las decisiones, Colombia cambia.

Ese es el punto de partida. Ese es el camino

En un siguiente blog voy a mostrar algunas de las creencias limitantes que nos impiden avanzar y las creencias habilitantes que debemos instalar en la mente colectiva de la nación.


sábado, 15 de noviembre de 2025

Cuando la sociedad deja de aceptar lo inaceptable

  

En toda sociedad funcional existe una forma de equilibrio moral que no depende solo de las leyes, sino de algo más profundo: la sanción social. Es ese conjunto de reacciones colectivas —a veces sutiles, otras implacables— que una comunidad ejerce para proteger los valores compartidos que sostienen su cultura. Es el modo en que una sociedad dice: “esto no se hace”, y lo respalda no con discursos, sino con consecuencias. Hay sanción social y que es moral.

Sin esa sanción moral compartida, la convivencia se descompone. Lo que era inadmisible se vuelve normal. Lo que antes provocaba vergüenza pública, hoy se celebra o se banaliza. Y cuando la normalización viene desde las élites —las que deberían dar ejemplo— el daño es devastador, porque corroe el alma moral de la nación. 

Sobra citar los casos recientes en Colombia de escándalos protagonizados desde la cabeza del Estado y sus más cercanos colaboradores, que otras sociedades habrían sido un terremoto político y social. En nuestro país, lamentablemente forman parte de las noticias diarias, que muchos colombianos las aceptan bajo el lema: “somos así”

El valor invisible de las sanciones sociales

Las sanciones sociales no necesitan cárceles ni decretos: su fuerza radica en el consenso moral. En toda comunidad sana, hay comportamientos que, aunque no sean ilegales, resultan moralmente inaceptables. El que miente, el que engaña, el que abusa del poder, el que traiciona la confianza pública, sabe que será señalado y que cargará con una pérdida de legitimidad ante los demás.

Esa reacción colectiva cumple una función civilizadora: educa, orienta, previene. Es lo que hace que las normas se cumplan incluso cuando nadie vigila. Por eso, cuando una sociedad pierde su capacidad de indignarse, pierde también su brújula moral.

Pero en Colombia, ese mecanismo de autorregulación se ha venido erosionando. Lo inaceptable se ha vuelto costumbre. Y repito, el ejemplo desde arriba —desde las más altas instancias del poder político, empresarial y social— no es el de la ética, sino el del cinismo.

Cuando el mal ejemplo se institucionaliza

Nada destruye más la confianza colectiva que ver a quienes gobiernan actuar impunemente. Cuando los líderes políticos normalizan el abuso, el engaño o la corrupción, transmiten un mensaje corrosivo: “si ellos pueden hacerlo, ¿por qué  nosotros no?” 

Durante el actual gobierno, los escándalos y arbitrariedades se han multiplicado a tal punto que ya no provocan sorpresa. Hemos perdido la capacidad de indignarnos. Se ha roto el vínculo entre moralidad y autoridad. Y como advertía Alexis de Tocqueville, “no hay sociedad que pueda sobrevivir cuando el poder se divorcia de la virtud”.

Lo más grave no es solo la conducta de los poderosos, sino el efecto cultural que produce: el vaciamiento del ejemplo. La corrupción se vuelve folclore, la mentira se convierte en estrategia, el abuso se disfraza de “transformación”. Y mientras tanto, las instituciones se debilitan, los ciudadanos se paralizan y las pasiones oscuras —esas que ya analicé en mis blogs anteriores— se adueñan del espacio público.

Las emociones oscuras y la parálisis colectiva

En el artículo “Pasiones oscuras: cuando las emociones destruyen la democracia” Parte Í y II, recordábamos cómo el odio, el miedo, el resentimiento y la ira —alimentados por líderes demagógicos— nublan la razón y desintegran el tejido social.

Hoy esas pasiones están fracturando nuestra capacidad de respuesta colectiva. En lugar de unirnos para corregir los abusos, nos dividimos por identidades políticas o resentimientos personales. Cada escándalo se vuelve munición para la polarización, no una oportunidad para restaurar la ética pública.

En ese clima emocional, la sanción social desaparece, porque el juicio moral se sustituye por la lealtad ideológica: “si lo hace mi grupo, lo justifico; si lo hace el otro, lo condeno”. Así, lo que debería ser una sociedad con conciencia ética se transforma en un campo de batalla emocional, donde los valores se relativizan y el cinismo se disfraza de lucidez.

La normalización del abuso: la otra pandemia

El filósofo George Steiner escribió que “cuando el mal se vuelve banal, la inteligencia se vuelve cómplice”. Esa banalización del mal —que Hannah Arendt identificó en las sociedades que dejaron de juzgar lo injustificable— es precisamente lo que hoy amenaza a Colombia.

Nos hemos acostumbrado a vivir con la mentira institucionalizada, la manipulación emocional y la doble moral. Nos hemos vuelto espectadores resignados de un deterioro que debería escandalizarnos. Y al perder la capacidad de indignarnos, perdemos también la de transformarnos.

Cada vez que un acto de corrupción, un abuso de poder o una arbitrariedad queda sin sanción, el mensaje que se transmite es que la ética es negociable. Que todo se vale si sirve a un fin político o personal. Ese es el verdadero veneno que mina una democracia: la pérdida del sentido del límite.

La reconstrucción del ejemplo

Si el ejemplo negativo destruye, el ejemplo positivo puede sanar. Una nación no se reconstruye solo con reformas institucionales o planes técnicos, sino con liderazgos morales que devuelvan sentido al deber, a la palabra y al cuidado.

Necesitamos líderes —en el sector público, privado y ciudadano— que encarnen esa coherencia entre lo que dicen y lo que hacen. Que recuerden que la ética no es un adorno retórico, sino el cimiento de toda autoridad legítima.

Reinstalar la sanción social pasa por restaurar el ejemplo. Por demostrar, desde cada espacio, que el comportamiento decente no es ingenuidad, sino fuerza moral. Que ser íntegro no es debilidad, sino un poder ciudadano.

Solo así podremos reconstruir el pacto invisible que permite que una sociedad funcione: el acuerdo tácito de que hay cosas que, sencillamente, no se hacen.

Colombia es buena: una pedagogía del cuidado

Aquí es donde el movimiento “Colombia es buena y vale la pena cuidarla” adquiere todo su sentido. Esta iniciativa no pretende ser una campaña política, sino una escuela de cultura ciudadana y emocional que re introduzca, desde lo cotidiano, los principios que una sociedad necesita para sostener su equilibrio moral.

El movimiento busca re encender las emociones brillantes —la empatía, la esperanza, la gratitud, el sentido de comunidad— como antídoto a las pasiones oscuras que hoy dominan el debate público. Porque una sociedad emocionalmente sana puede sancionar sin destruir, corregir sin humillar y cuidar sin dividir.

La cultura del cuidado que promovemos no es complaciente: implica responsabilidad compartida. Cuidar a Colombia es exigir integridad, pero también practicarla. Es recuperar la pedagogía del ejemplo, tanto en los hogares como en las instituciones. Es asumir que la moral pública no se decreta, se cultiva.

Al fomentar la cultura del cuidado, Colombia es buena es un naciente movimiento ciudadano que también busca  que  los colombianos entendamos, que una sociedad sin sanción social, es como un cuerpo sin anticuerpos, es una sociedad a la deriva y sin futuro.

Del “todo vale” al “vale la pena”

En una sociedad donde todo se negocia, donde la impunidad es la norma y la vergüenza pública ha desaparecido, Colombia es buena propone volver a las bases: reconstruir el sentido de lo correcto.

No se trata de moralismo, sino de sentido común ético. De enseñar que el cuidado no es debilidad, sino civilización; que la decencia no es ingenuidad, sino liderazgo.

Este movimiento puede ser el espacio pedagógico donde esa transformación comience: donde las comunidades aprendan a sancionar sin odio, a exigir sin destruir, y a cuidar lo público como lo propio.

Si Colombia ha perdido su brújula moral, tal vez sea el momento de volver a mirar hacia adentro, hacia nuestras emociones, nuestras prácticas y nuestros ejemplos. Porque, al final, una sociedad que deja de sancionar lo inaceptable termina aceptando lo que la destruye.

Y quizás el primer paso para recuperarla sea recordar que cuidar a Colombia vale la pena precisamente porque aún hay mucho que perder y mucho que reconocer..


domingo, 9 de noviembre de 2025

Cuando las emosiones destruyen la democracia II Parte


En este blog continuo explorando el tema del papel de las pasiones y su impacto en la democracia. 
América Latina ha tenido dirigentes políticos que han sabido leer las heridas emocionales de sus pueblos… pero no para sanarlas, sino para convertirlas en munición y exacerbarlas. Desde el caudillismo decimonónico hasta el populismo contemporáneo, el estilo de liderazgo ha oscilado entre la exaltación sentimental y la manipulación emocional.

Lo que caracteriza a estos liderazgos negativos no es solo su tono altisonante o su desprecio por las normas, sino su capacidad para amplificar las emociones destructivas latentes en la sociedad: el resentimiento de los excluidos, la envidia de los frustrados, el deseo de venganza de los humillados.

Como afirma Brooks en un  artículo reciente en NY Times sobre el tema :

 “Si la democracia liberal fracasa, será porque una variedad de fuerzas han socavado los fundamentos emocionales de los que depende el liberalismo. Las pasiones oscuras conducen a la crueldad, la violencia y la desconfianza. Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero las palabras que despiertan las pasiones oscuras pueden matarte”.

En Colombia, esta pedagogía emocional ha sido especialmente efectiva. Un país históricamente fracturado, con profundas desigualdades y ciclos de violencia, es terreno fértil para discursos que apelan a las pasiones más intensas, incluso si son destructivas. Petro, como Trump o Bolsonaro, ha sabido conectar emocionalmente con sectores que no se sienten escuchados por las élites tradicionales, pero en vez de canalizar esa emoción hacia el bien común, la ha instrumentalizado para profundizar divisiones.

Cuando el votante herido elige al líder herido

Una de las tesis más inquietantes del libro The Second Mountain, de David Brooks, es que muchos de los líderes actuales son reflejo de ciudadanos emocionalmente heridos. No llegan al poder por su lucidez, sino por su capacidad de representar simbólicamente las emociones colectivas de una sociedad fracturada. No lideran desde la serenidad, sino desde la rabia contenida.

Esto explica por qué votamos, a veces, por quienes menos parecen preparados para gobernar: porque representan mejor que nadie nuestras heridas. Porque logran que el malestar se sienta legítimo. Porque ofrecen una narrativa de redención emocional más que una propuesta política real.

La consecuencia es devastadora: líderes emocionales, pero inmaduros; populares, pero autoritarios; empáticos con la frustración, pero incapaces de construir esperanza. Líderes que, en vez de ayudar a sanar, profundizan la herida.

Por qué olvidamos que el mal también habita en nosotros?

Sintetizando las reflexiones de Brooks, durante décadas, la cultura occidental ha debilitado los marcos colectivos para comprender la lucha entre el bien y el mal dentro del ser humano. La religión, que solía ofrecer ese mapa interior, perdió su centralidad en la vida pública. A partir de la posguerra, se impuso una visión optimista de la naturaleza humana: el mal se ubicó afuera, en las estructuras sociales, no en el interior de las personas.

“La psicología moderna reemplazó al alma por la psique, y al pecado por los síntomas. La moralidad se privatizó: las escuelas abandonaron la formación ética y abrazaron la preparación técnica. Se alentó a las nuevas generaciones a “encontrar su propia verdad”, sin referentes ni tradiciones que los orientaran.

Este vacío formativo ha derivado en una ignorancia profunda sobre la condición humana. Vivimos expuestos a estímulos espirituales que elevan o degradan, pero somos ciegos al impacto moral cotidiano de lo que consumimos. Esta ceguera ha generado una ingenuidad peligrosa: ya no reconocemos las fuerzas oscuras que nos habitan, ni el daño que pueden causar cuando se desatan”.

¿Cómo salir de este espiral emocional destructivo?

La respuesta no es reprimir las emociones, ni mucho menos despreciarlas. La democracia necesita emoción. Pero necesita una emoción orientada hacia el bien común, capaz de sostener la esperanza incluso en medio del conflicto. 

Si se hiciera una encuesta sobre este tema, como lo hicieron en los Estados Unidos , seguramente se mostraría como la mayoría de la gente están agotados y hastiados por estas dinámicas de degradación moral y quieren una alternativa. Y esta no es combatir el fuego con el fuego como proponen dirigentes desde la extrema derecha en Colombia. Se necesita una dinámica de persuasión reflexiva para cambiar el rumbo de la nación. 

Hay muchos ejemplos en la historia contemporánea de verdaderos líderes que optaron por ese camino, uno de los cuales es emblemático: Nelson Mandela viene a la mente. Lejos de sucumbir a las pasiones oscuras, orientó su vida hacia una visión del bien. "Durante mi vida", dijo cerca del comienzo de su encarcelamiento, "he dedicado mi vida a esta lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca, y he luchado contra la dominación negra. He apreciado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades". 

También hay que reconocer que los seres humanos estamos conectados para dominar, pero también podemos acudir a las pasiones brillantes: los deseos de pertenencia, justicia, significado, comprensión y cuidado. “La vida moral es una lucha sobre qué partes de nosotros mismos desarrollaremos. El liderazgo político es una lucha sobre qué motivaciones desarrollará la sociedad”.

David Brooks propone una “revolución emocional que comience por el carácter”. Una ciudadanía madura, emocionalmente inteligente, que pueda disentir sin odiar, frustrarse sin destruir, competir sin humillar. Una ciudadanía que no busque líderes que exacerben su malestar, sino que inspiren su crecimiento.

Para eso, es indispensable recuperar las narrativas que emocionen desde la construcción, no desde el resentimiento. Movimientos como Colombia es buena vale la pena cuidarla precisamente tienen su fundamento en narrativas de cuidado, de colaboración improbable, de comunidades que reconstruyen confianza. Voces que, sin negar el dolor, sepan también convocar la esperanza. 

Galston, que es un teórico político, revive la antigua tradición que enfatiza que el discurso y la retórica tienen un tremendo poder para despertar o suprimir estas pasiones. Cuando elegimos a nuestros líderes, no solo elegimos un conjunto de políticas, sino la ecología moral que crean con sus palabras.


Em  medio de la crisis emocional que tenemos, la propuesta del movimiento Colombia es buena vale la pena cuidarla propone a nuestro país  como un laboratorio emocional de la democracia y de transformación democrática. No por tener menos problemas que otros países, sino porque —justamente por la profundidad de sus heridas— tiene la oportunidad de proponer un camino distinto.

El movimiento Colombia es buena y vale la pena cuidarla es un ejemplo de esa apuesta. Su narrativa no niega el malestar, pero no se instala en él. Reconoce las pasiones oscuras, pero apuesta por las emociones luminosas. Invita a cuidar, en vez de destruir. A sumar, en vez de dividir.

La clave está en construir una cultura política emocionalmente más adulta. Una ciudadanía que no necesite redentores, sino que se reencuentre con su poder colectivo y se apropie de “la cultura del cuidado” . Que no se mueva solo por la rabia, sino también por el amor. Que no elija líderes que la representen en su peor versión, sino que la inviten a su mejor posibilidad.

Conclusión: reencantar la democracia desde el alma

Las democracias no se salvan solo con reformas institucionales. Se salvan cuando vuelven a enamorar. Cuando despiertan el deseo de pertenecer. Cuando emocionan por su capacidad de incluir, proteger, inspirar.

Pero ese esto exige un trabajo emocional profundo: individual y colectivo. Hay que sanar las heridas, dignificar el disenso, promover una ética del cuidado. Hay que reeducar las emociones políticas.

Brooks propone: 


“Solo añadiría que para reprimir las pasiones oscuras y despertar las buenas, los líderes necesitan crear condiciones en las que las personas puedan experimentar la movilidad social. Como los filósofos han entendido durante mucho tiempo, el antídoto para el miedo no es el coraje; es la esperanza. Si la gente siente que sus vidas y su sociedad están estancadas, lucharán como escorpiones en un frasco. Pero si sienten que personalmente están progresando hacia algo mejor, que su sociedad también lo hace, tendrán un sentido ampliado de la agencia, sus motivaciones estarán orientadas hacia aprovechar alguna oportunidad maravillosa, y esas son buenas motivaciones para tener”.


La democracia, al fin y al cabo, es también una travesía del alma. Y como toda travesía, puede perderse en la oscuridad… o encontrar la luz. Depende de las emociones que escojamos cultivar.

Hoy, más que nunca, necesitamos una democracia que emocione sin dividir, que conmueva sin manipular, que inspire sin excluir. Una democracia que no tema las pasiones, pero que sepa transformarlas. Que convierta la emoción en comunidad, y la razón en esperanza.


domingo, 2 de noviembre de 2025

Pasiones oscuras: cuando las emociones destruyen la democracia Í Parte

 


 En un blog anterior —Liderar entre la razón y la emoción— planteamos que el deterioro de la democracia no se explica únicamente por fallas técnicas, corrupción o debilidad institucional, sino por una desconexión más profunda: la ruptura del vínculo emocional entre los ciudadanos y el proyecto democrático. La democracia no solo necesita razones —leyes, instituciones, procedimientos— sino también emociones —confianza, esperanza, orgullo, sentido de pertenencia— que le den alma y sentido.

Pero así como hay emociones que pueden construir comunidad y fortalecer el tejido democrático, también existen pasiones oscuras que lo desintegran: el resentimiento, la envidia, el odio, el miedo, la humillación, el cinismo. Esas emociones en su sombre no solo afectan al individuo: cuando se agrupan, se institucionalizan y se convierten en narrativa colectiva, son capaces de incendiar el orden político.

La política es diferente hoy. Guillermo A. Galston la define como esta cosa horrible en su nuevo  libro, "Ira, miedo, dominación: pasiones oscuras y el poder del discurso político"

Este blog es una reflexión sobre esas pasiones oscuras que atraviesan la historia política de América Latina —y de Colombia en particular—, y cómo han sido instrumentalizadas por liderazgos populistas, y es también, sobre la urgencia de recuperar una brújula moral y emocional que permita imaginar otro destino.

La política como espejo del alma colectiva

David Brooks en un reciente artículo en el NY Times refiriéndose al libro de Galston escribía :

“Un desafío central en la vida es cómo se motiva a la gente a hacer las cosas: a votar de cierta manera, a tomar cierto tipo de acción. Los buenos líderes motivan a las personas a través de lo que podrías llamar las pasiones brillantes: esperanza, aspiración, una visión inspiradora de una vida mejor. Pero en estos días, y tal vez durante todos los días, los líderes de todo el espectro político han descubierto que las pasiones oscuras son mucho más fáciles de despertar. La evolución nos ha hecho ser extremadamente sensibles a las amenazas, que los psicólogos llaman sesgo de negatividad”.

Dirigentes políticos como Trump, Bolsonaro y Petro, son maestros  del arte de la manipulación de las pasiones obscuras. Hay un inmenso vacío de verdaderos líderes que inspiren y motiven a la gente recurriendo a las “pasiones brillantes” .

Mauricio García Villegas, en el epílogo de El viejo malestar del Nuevo Mundo, advierte que el malestar político en América Latina tiene raíces que van más allá de la economía o la legalidad. Es un malestar anímico. Las emociones políticas no son solo una consecuencia de los hechos; también son un motor de la historia. Cuando predominan emociones destructivas —como el odio o el resentimiento—, las sociedades tienden a rechazar el pluralismo, a buscar chivos expiatorios y a entregarse a líderes que prometen redención total.

En este contexto, la democracia no muere de un golpe, sino que se desangra poco a poco: se vacía de afecto, se intoxica de cinismo, se convierte en espectáculo. Lo que alguna vez fue un ideal inspirador —el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo— termina reducido a una guerra de trincheras emocionales.

David Brooks lo resume con crudeza: “El declive de nuestras democracias no comenzó con el debilitamiento de las instituciones, sino con “el debilitamiento del carácter moral y emocional de sus ciudadanos”. Y lo más preocupante, señala, es que muchos líderes han aprendido a nutrirse de ese deterioro y con su comportamiento personal, refuerzan esta tendencia y son ejemplo de ella . Petro es un ejemplo patético de esto.

Liderazgos que alimentan la herida

El populismo no es simplemente una estrategia electoral; es una pedagogía emocional. Su narrativa suele activar las pasiones más oscuras de las sociedades: el miedo al otro, el resentimiento hacia las élites, el rechazo a las instituciones, el culto al líder que “sí dice la verdad y entiende mejor que nadie los dolores de su pueblo” . No construye comunidad: construye enemigos.

En las últimas siete décadas , ha habido una gran pérdida de conocimiento moral, una ingenuidad e ignorancia del significado e impacto de  las pasiones oscuras. El resultado es un proceso acelerado de desdibujar y banalizar el mal y su impacto.

Pero para combatir este cancer que está minando la sociedad en su base se va a requerir mucha pedagogía. Vale la pena tener una compresión  del significado de las principales pasiones obscuras, porque a medida que la democracia pierde su encanto civil, ciertas emociones destructivas ganan terreno. Estas pasiones oscuras distorsionan el juicio, erosionan la confianza y bloquean toda posibilidad de encuentro. Comprenderlas es el primer paso para desactivarlas:

  • Ira: Nace del daño percibido a lo que valoramos. Puede ser justa si se orienta al cambio, pero hoy se ha convertido en un estado permanente. En lugar de movilizar, paraliza o destruye.
  • Odio: A diferencia de la ira, el odio no se dirige a una acción, sino a la identidad del otro. No busca reparación, sino eliminación. Anula el diálogo y legitima la exclusión total.
  • Resentimiento: Surge de sentirse humillado o ignorado. Se acumula en silencio y se convierte en combustible para discursos de revancha. Es una herida que no cicatriza, pero sí polariza.
  • Miedo: Cuando es difuso y sin rostro, desorienta. Despierta ansiedad colectiva, favorece el autoritarismo y genera chivos expiatorios. El miedo sin cauce destruye la deliberación.
  • Impulso de dominar: Es la pulsión de controlar al otro. Surge de la inseguridad y el vacío emocional. En política, se expresa como autoritarismo solapado: poder sin empatía, control sin servicio. Brooks afirma que : “Las personas con un fuerte impulso de dominar no pueden soportar la condición de duda. Quieren imponer certezas brutales y simplificaciones crudas”. La política tiene que ver con el poder, por lo que atrae a personas con una libido fuerte dominante. Cuando ese impulso se combina con lo que los psicólogos llaman un tipo de personalidad de "tríada oscura" (maquiavelismo, narcisismo y psicopatía), el resultado es  la llegada de algunos personajes bastante brutales al poder. Trump y Petro son un buen ejemplo.

Hay una fuerza por encima de todas las demás que despierta pasiones oscuras, y la poseemos en abundancia: la humillación. Las personas se sienten humilladas cuando no se les concede igualdad de posición y cuando se les ha privado de algo que creen que es su derecho. Y como todos sabemos, el dolor que no se transforma, se transmite. La gente humillada finalmente ataca.


El problema es que las pasiones oscuras, según  Galston, son imperiales. “Una vez que entran en el cuerpo, tienden a propagarse”. Las pasiones oscuras ahuyentan a las buenas y eso lo saben quienes las manipulan para anular los mensajes que las emociones positivas promueven como la esperanza, el respeto, la curiosidad, etc.

Esta tendencia creciente hace que el ejercicio de la política se perciba de manera negativa. Para Brooks la  razón es más clara: 

“los demagogos en la política, en los medios de comunicación y en línea, han explotado los sentimientos comunes de humillación para despertar pasiones oscuras, y esas pasiones oscuras están deshumanizando nuestra cultura y socavando la democracia liberal. Mi intuición es que solo estamos al comienzo de esta espiral, y que solo empeorará”.

En un próximo blog continuaré desarrollando este tema porque es urgente que haya una pedagogía social y política que aborde los aspectos psicológicos y emocionales de los votantes.