Liderar en tiempos de desgaste: ética, mente y biografía para cuidar a Colombia
Resaltar lo positivo y cuidar lo que funciona en un país fracturado no es una tarea menor. Exige algo más que optimismo: requiere lucidez para entender el deterioro mental y ético que atraviesa a nuestra sociedad y, a la vez, la capacidad de construir una narrativa que movilice voluntades hacia un propósito común. Esta es la paradoja que enfrenta cualquier movimiento ciudadano que quiera inspirar, y no solo indignar, en un entorno donde la fragilidad emocional y la pérdida de referencias éticas se han vuelto parte del paisaje.
En los últimos meses, he escrito sobre tres pilares que considero esenciales para este desafío: la ética y la cultura como bases para una ciudadanía menos manipulable; la crisis moral como amenaza silenciosa que erosiona la confianza; y el liderazgo transformador como motor de cambio real. A estos temas se suma un cuarto, que hemos explorado recientemente: el papel de la salud mental y de la biografía personal de quienes lideran y votan. La pregunta que me guía hoy es simple, pero incómoda: ¿cómo liderar un movimiento que busca cuidar a Colombia resaltando lo positivo, cuando el entorno mental y ético está tan deteriorado?
1. La base ética y cultural como antídoto
En un blog reciente, distinguía entre moral, moralidad, ética y cultura. No es un ejercicio académico: estas palabras nombran las infraestructuras invisibles que sostienen —o debilitan— la vida democrática. La ética es el marco reflexivo que nos ayuda a discernir lo correcto de lo incorrecto; la moralidad, el conjunto de normas concretas que regulan nuestra convivencia; y la cultura, el tejido de hábitos y significados que nos define como comunidad.
Un movimiento que quiera cuidar a Colombia debe partir de un piso ético claro, no de una suma de moralismos parciales. Si no hay un marco de referencia compartido, la narrativa positiva corre el riesgo de fragmentarse en interpretaciones subjetivas o sectarias. La cultura ciudadana no es un adorno: es el suelo firme sobre el cual se puede construir un proyecto colectivo que trascienda ideologías.
2. La crisis moral como riesgo estratégico
Vivimos una crisis moral que va más allá de la corrupción o del cinismo político. Lo que se ha roto es el “orden moral compartido”, ese conjunto de acuerdos básicos que nos permitían reconocernos en un terreno común. Sin ese orden, la confianza se evapora, y sin confianza es casi imposible cooperar.
Esta erosión no se resuelve solo con leyes o campañas. Requiere una reconstrucción paciente de vínculos, y de ahí la importancia de un movimiento que no solo denuncie lo negativo, sino que amplifique ejemplos de integridad, responsabilidad y cooperación. Sin embargo, para que este mensaje cale, debe reconocer la gravedad de la crisis. Negarla sería ingenuo; abordarla con franqueza es un acto de respeto hacia la ciudadanía.
3. El factor mental: la mente como campo de batalla
En el blog sobre salud mental en la democracia, expuse una realidad preocupante: más del 60% de los colombianos padece alguna forma de trastorno mental, y buena parte de quienes votan —y de quienes gobiernan— lo hace desde estados emocionales frágiles o inestables. Esto no es un dato accesorio: condiciona la manera en que recibimos, procesamos y respondemos a los mensajes políticos.
En este contexto, una narrativa positiva puede ser vista con desconfianza o incluso hostilidad, no por su contenido, sino porque interpela a mentes acostumbradas a operar en clave de amenaza o pérdida. Entender esto es crítico para no frustrarse ni abandonar la estrategia: parte de la tarea es precisamente generar espacios donde la emocionalidad colectiva pueda estabilizarse.
4. Cuando la biografía gobierna
El mi blog anterior abordaba un punto crítico: los líderes no son máquinas racionales que toman decisiones en abstracto. Arrastran consigo su historia personal, sus traumas y vacíos. Alberto Lederman lo dice sin rodeos: “el poder no es la causa, sino el síntoma”. La ambición política suele ser una estrategia defensiva para tapar heridas profundas.
Cuando esas heridas no se trabajan, terminan proyectándose sobre la sociedad. Un líder que no ha resuelto su necesidad de control, su miedo a la pérdida o su obsesión por el reconocimiento puede convertir esos patrones en políticas de Estado. El resultado no es solo ineficiencia: es un tipo de daño estructural que corroe las instituciones desde adentro.
5. Liderazgo transformador en un entorno deteriorado
¿Cómo liderar, entonces, cuando el terreno está tan contaminado? La respuesta pasa por tres condiciones:
- Visión ética clara y compartida
El movimiento debe tener un núcleo de principios no negociables que sirvan de guía ante la presión, la manipulación y el oportunismo. Estos principios no son un dogma, sino un marco para la acción. - Narrativa emocional positiva pero realista
No se trata de pintar un país ficticio, sino de reconocer lo bueno que vale la pena cuidar , así como sus problemas - La positividad no puede ser ingenua: debe estar anclada en hechos y en ejemplos concretos.
- Espacios colectivos para procesar la incomodidad
El cambio duele. Si no hay lugares donde la incomodidad pueda discutirse y transformarse, la reacción natural será el rechazo. La pedagogía del cuidado incluye enseñar a lidiar con la incomodidad sin caer en la parálisis o el resentimiento.
6. Cuidar desde la lucidez, no desde la ingenuidad
Cuidar a Colombia no significa ignorar sus fracturas. Al contrario: es partir de ellas para diseñar estrategias más realistas. En un entorno mental y ético deteriorado, no todos se sumarán al movimiento, y eso está bien. El foco debe estar en quienes, aun con sus heridas, están dispuestos a comprometerse con algo más grande que ellos mismos.
Medir el avance no solo en número de proyectos o políticas, sino en cambios culturales: más diálogo, menos victimismo; más corresponsabilidad, menos espera pasiva de soluciones externas. Este tipo de indicadores culturales es tan importante como cualquier meta cuantitativa.
7. El liderazgo que cuida el alma del país
Responder a la pregunta inicial implica aceptar que cuidar a Colombia no es solo proteger recursos naturales o infraestructuras, sino también su integridad moral y mental. Un liderazgo así es faro ético, laboratorio emocional y plataforma de acción colectiva.
La lucidez exige ver lo que está roto, pero también reconocer lo que aún late con fuerza. La estrategia es doble: proteger lo sano y sanar lo herido. No siempre habrá aplausos; muchas veces el liderazgo transformador incomoda, porque obliga a dejar atrás viejos hábitos y narrativas. Pero esa incomodidad, bien gestionada, es el signo de que algo profundo está cambiando.
8. Conclusión: la política como terapia colectiva
En sociedades con un deterioro mental y ético profundo, la política puede ser —y debería ser— una forma de terapia colectiva. No terapia en el sentido clínico, sino como proceso de sanación de vínculos, de recuperación de un lenguaje común y de fortalecimiento de la autoestima colectiva.
El movimiento que quiera cuidar a Colombia debe asumir este rol: no solo disputar el poder, sino reparar el tejido social y emocional que hará posible sostener cualquier transformación. La pregunta no es solo quién gobernará, sino cómo se gobernará y desde qué estado interno emocional.
Porque al final, la biografía de un país no se escribe solo en sus leyes o en sus planes de desarrollo. Se escribe en la mente y el corazón de quienes lo conducen… y de quienes lo habitan.
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