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sábado, 15 de noviembre de 2025

Cuando la sociedad acepta y no sanciona lo inaceptable

  

En toda sociedad funcional existe una forma de equilibrio moral que no depende solo de las leyes, sino de algo más profundo: la sanción social. Es ese conjunto de reacciones colectivas —a veces sutiles, otras implacables— que una comunidad ejerce para proteger los valores compartidos que sostienen su cultura. Es el modo en que una sociedad dice: “esto no se hace”, y lo respalda no con discursos, sino con consecuencias. Hay sanción social y que es moral.

Sin esa sanción moral compartida, la convivencia se descompone. Lo que era inadmisible se vuelve normal. Lo que antes provocaba vergüenza pública, hoy se celebra o se banaliza. Y cuando la normalización viene desde las élites —las que deberían dar ejemplo— el daño es devastador, porque corroe el alma moral de la nación. 

Sobra citar los casos recientes en Colombia de escándalos protagonizados desde la cabeza del Estado y sus más cercanos colaboradores, que otras sociedades habrían sido un terremoto político y social. En nuestro país, lamentablemente forman parte de las noticias diarias, que muchos colombianos las aceptan bajo el lema: “somos así”

El valor invisible de las sanciones sociales

Las sanciones sociales no necesitan cárceles ni decretos: su fuerza radica en el consenso moral. En toda comunidad sana, hay comportamientos que, aunque no sean ilegales, resultan moralmente inaceptables. El que miente, el que engaña, el que abusa del poder, el que traiciona la confianza pública, sabe que será señalado y que cargará con una pérdida de legitimidad ante los demás.

Esa reacción colectiva cumple una función civilizadora: educa, orienta, previene. Es lo que hace que las normas se cumplan incluso cuando nadie vigila. Por eso, cuando una sociedad pierde su capacidad de indignarse, pierde también su brújula moral.

Pero en Colombia, ese mecanismo de autorregulación se ha venido erosionando. Lo inaceptable se ha vuelto costumbre. Y repito, el ejemplo desde arriba —desde las más altas instancias del poder político, empresarial y social— no es el de la ética, sino el del cinismo.

Cuando el mal ejemplo se institucionaliza

Nada destruye más la confianza colectiva que ver a quienes gobiernan actuar impunemente. Cuando los líderes políticos normalizan el abuso, el engaño o la corrupción, transmiten un mensaje corrosivo: “si ellos pueden hacerlo, ¿por qué  nosotros no?” 

Durante el actual gobierno, los escándalos y arbitrariedades se han multiplicado a tal punto que ya no provocan sorpresa. Hemos perdido la capacidad de indignarnos. Se ha roto el vínculo entre moralidad y autoridad. Y como advertía Alexis de Tocqueville, “no hay sociedad que pueda sobrevivir cuando el poder se divorcia de la virtud”.

Lo más grave no es solo la conducta de los poderosos, sino el efecto cultural que produce: el vaciamiento del ejemplo. La corrupción se vuelve folclore, la mentira se convierte en estrategia, el abuso se disfraza de “transformación”. Y mientras tanto, las instituciones se debilitan, los ciudadanos se paralizan y las pasiones oscuras —esas que ya analicé en mis blogs anteriores— se adueñan del espacio público.

Las emociones oscuras y la parálisis colectiva

En el artículo “Pasiones oscuras: cuando las emociones destruyen la democracia” Parte Í y II, recordábamos cómo el odio, el miedo, el resentimiento y la ira —alimentados por líderes demagógicos— nublan la razón y desintegran el tejido social.

Hoy esas pasiones están fracturando nuestra capacidad de respuesta colectiva. En lugar de unirnos para corregir los abusos, nos dividimos por identidades políticas o resentimientos personales. Cada escándalo se vuelve munición para la polarización, no una oportunidad para restaurar la ética pública.

En ese clima emocional, la sanción social desaparece, porque el juicio moral se sustituye por la lealtad ideológica: “si lo hace mi grupo, lo justifico; si lo hace el otro, lo condeno”. Así, lo que debería ser una sociedad con conciencia ética se transforma en un campo de batalla emocional, donde los valores se relativizan y el cinismo se disfraza de lucidez.

La normalización del abuso: la otra pandemia

El filósofo George Steiner escribió que “cuando el mal se vuelve banal, la inteligencia se vuelve cómplice”. Esa banalización del mal —que Hannah Arendt identificó en las sociedades que dejaron de juzgar lo injustificable— es precisamente lo que hoy amenaza a Colombia.

Nos hemos acostumbrado a vivir con la mentira institucionalizada, la manipulación emocional y la doble moral. Nos hemos vuelto espectadores resignados de un deterioro que debería escandalizarnos. Y al perder la capacidad de indignarnos, perdemos también la de transformarnos.

Cada vez que un acto de corrupción, un abuso de poder o una arbitrariedad queda sin sanción, el mensaje que se transmite es que la ética es negociable. Que todo se vale si sirve a un fin político o personal. Ese es el verdadero veneno que mina una democracia: la pérdida del sentido del límite.

La reconstrucción del ejemplo

Si el ejemplo negativo destruye, el ejemplo positivo puede sanar. Una nación no se reconstruye solo con reformas institucionales o planes técnicos, sino con liderazgos morales que devuelvan sentido al deber, a la palabra y al cuidado.

Necesitamos líderes —en el sector público, privado y ciudadano— que encarnen esa coherencia entre lo que dicen y lo que hacen. Que recuerden que la ética no es un adorno retórico, sino el cimiento de toda autoridad legítima.

Reinstalar la sanción social pasa por restaurar el ejemplo. Por demostrar, desde cada espacio, que el comportamiento decente no es ingenuidad, sino fuerza moral. Que ser íntegro no es debilidad, sino un poder ciudadano.

Solo así podremos reconstruir el pacto invisible que permite que una sociedad funcione: el acuerdo tácito de que hay cosas que, sencillamente, no se hacen.

Colombia es buena: una pedagogía del cuidado

Aquí es donde el movimiento “Colombia es buena y vale la pena cuidarla” adquiere todo su sentido. Esta iniciativa no pretende ser una campaña política, sino una escuela de cultura ciudadana y emocional que re introduzca, desde lo cotidiano, los principios que una sociedad necesita para sostener su equilibrio moral.

El movimiento busca re encender las emociones brillantes —la empatía, la esperanza, la gratitud, el sentido de comunidad— como antídoto a las pasiones oscuras que hoy dominan el debate público. Porque una sociedad emocionalmente sana puede sancionar sin destruir, corregir sin humillar y cuidar sin dividir.

La cultura del cuidado que promovemos no es complaciente: implica responsabilidad compartida. Cuidar a Colombia es exigir integridad, pero también practicarla. Es recuperar la pedagogía del ejemplo, tanto en los hogares como en las instituciones. Es asumir que la moral pública no se decreta, se cultiva.

Al fomentar la cultura del cuidado, Colombia es buena es un naciente movimiento ciudadano que también busca  que  los colombianos entendamos, que una sociedad sin sanción social, es como un cuerpo sin anticuerpos, es una sociedad a la deriva y sin futuro.

Del “todo vale” al “vale la pena”

En una sociedad donde todo se negocia, donde la impunidad es la norma y la vergüenza pública ha desaparecido, Colombia es buena propone volver a las bases: reconstruir el sentido de lo correcto.

No se trata de moralismo, sino de sentido común ético. De enseñar que el cuidado no es debilidad, sino civilización; que la decencia no es ingenuidad, sino liderazgo.

Este movimiento puede ser el espacio pedagógico donde esa transformación comience: donde las comunidades aprendan a sancionar sin odio, a exigir sin destruir, y a cuidar lo público como lo propio.

Si Colombia ha perdido su brújula moral, tal vez sea el momento de volver a mirar hacia adentro, hacia nuestras emociones, nuestras prácticas y nuestros ejemplos. Porque, al final, una sociedad que deja de sancionar lo inaceptable termina aceptando lo que la destruye.

Y quizás el primer paso para recuperarla sea recordar que cuidar a Colombia vale la pena precisamente porque aún hay mucho que perder y mucho que reconocer..


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