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sábado, 30 de agosto de 2025

Pensar para cuidar: el pensamiento crítico como soporte de una cultura del cuidado

 


 Pensar para cuidar: el pensamiento crítico como columna vertebral de una cultura del cuidado

En la serie Colombia es buena y vale la pena cuidarla hemos recorrido algunos sectores del país, mostrando cómo cada uno, desde su lugar, puede y debe aportar a un propósito común: cuidar lo que somos, lo que tenemos y lo que soñamos ser. Hemos hablado de empresarios y Fuerzas Armadas, en las próximas semanas serán los jóvenes, comunidades, gremios, medios, artistas, ONG y muchos otros los protagonistas que se suman al movimiento que está naciendo.

Pero hay un elemento que atraviesa a todos estos sectores, sin el cual la cultura de cuidado se vuelve frágil y vulnerable: el pensamiento crítico. Cuidar no es solo un acto de voluntad o de emoción; es también un ejercicio de lucidez, de discernimiento y de resistencia frente a la manipulación, la mentira y el conformismo.

En tiempos donde las instituciones que sostienen la democracia están bajo presión y los niveles de incertidumbre son altos, recuperar y cultivar el pensamiento crítico es tan urgente como defender la integridad física de nuestros territorios o la seguridad de nuestras comunidades. Sin pensamiento crítico, la cultura de cuidado corre el riesgo de ser absorbida por la estupidez colectiva: esa aceptación pasiva de narrativas sin fundamento y la renuncia a pensar por cuenta propia.(ver mi blog sobre la estupidez humana)

La cultura de cuidado: un tejido que necesita lucidez

Cuando hablamos de cultura de cuidado, nos referimos a un conjunto de valores, prácticas y hábitos que ponen en el centro el bien común y la corresponsabilidad. Es cuidar a las personas, a las instituciones, al medio ambiente, a la verdad.

Pero este cuidado no se sostiene solo con buenas intenciones. Requiere de un marco ético que soporte  la capacidad de análisis que permita diferenciar entre lo que parece bueno y lo que realmente lo es; entre lo que beneficia a corto plazo y lo que es sostenible a largo plazo; entre lo que emociona y lo que conviene.

Ahí entra el pensamiento crítico como la fibra que refuerza todo el tejido: permite evaluar, cuestionar, contrastar y tomar decisiones fundamentadas, incluso cuando la presión del grupo, la propaganda o el miedo nos empujan en otra dirección.


Cuando la emoción domina y la razón se retrae

La sociedad contemporánea premia la velocidad y la reacción instantánea. Vivimos saturados de información fragmentada y de mensajes diseñados para despertar emociones fuertes, no para invitar a la reflexión.

Las redes sociales, que podrían ser una plaza pública para el diálogo informado, han terminado reforzando burbujas ideológicas y patrones de pensamiento grupal. En esos espacios, lo viral importa más que lo verdadero. El que duda o hace preguntas incómodas es acusado de desleal, tibio o enemigo.

Este clima erosiona la capacidad de pensar colectivamente. Y cuando una nación pierde esa capacidad, el cuidado se degrada en un instinto de protección de “los nuestros”, en lugar de un compromiso con el bien común.

El pensamiento crítico como valor transversal en varios sectores

En la narrativa de Colombia es buena, cada sector aporta a la cultura de cuidado desde su misión y sus capacidades. Pero todos enfrentan un desafío común: discernir qué cuidar, cómo cuidarlo y de quién cuidarlo. Sin pensamiento crítico, las respuestas a estas preguntas quedan en manos de la propaganda, la inercia o la moda.

  • Empresarios: Necesitan filtrar propuestas y políticas públicas con análisis riguroso, no solo desde el interés inmediato e individualista,  sino desde la sostenibilidad del país.
  • Universidades: Son incubadoras naturales de pensamiento crítico, pero deben resistir la tentación de convertirse en fábricas de títulos y discursos únicos.
  • Fuerzas Armadas: Su capacidad de cuidar depende también de discernir amenazas reales de narrativas políticas diseñadas para debilitarlas.
  • Jóvenes: Deben aprender que no todo lo que indigna en redes es cierto, ni toda tendencia viral es causa justa.
  • Comunidades residenciales: Pueden convertirse en semilleros de diálogo informado sobre convivencia, seguridad, proyectos comunes y laboratorios de convivencia y construcción de cultura ciudadana.
  • Medios de comunicación: La credibilidad se gana priorizando la veracidad sobre el clic fácil.
  • Cajas de compensación: Pueden multiplicar alfabetización mediática y pensamiento crítico entre millones de afiliados.
  • Artistas: Tienen el poder de despertar preguntas y cuestionar lo establecido a través del lenguaje simbólico.
  • ONG y fundaciones: Su trabajo territorial es más efectivo cuando ayuda a las comunidades a analizar y decidir con información de calidad.
  • Y así otros sectores que pueden aportar: El pensamiento crítico les da la capacidad de cuidar con efectividad y no solo con intención.


De la intención al método: estrategias para despertar el pensamiento crítico

Si aceptamos que el pensamiento crítico es parte esencial de la cultura de cuidado, entonces debemos incorporarlo como una meta explícita de la movilización ciudadana. Aquí algunas estrategias para hacerlo:

1. Incluirlo en la narrativa central

En todo mensaje de Colombia es buena, recordar que cuidar no es solo un acto emocional sino un acto intelectual: implica verificar, contrastar, dudar y preguntar.

2. Campañas de alfabetización mediática

Aliarse con universidades, medios y organizaciones sociales para enseñar a leer críticamente noticias, identificar sesgos, verificar fuentes y reconocer manipulaciones.

3. Espacios de deliberación ciudadana

Organizar foros, cabildos y conversatorios donde sectores diversos practiquen la discusión argumentada, con reglas claras para escuchar y responder con base en datos y razones.

4. Formación sectorial

Diseñar módulos de pensamiento crítico adaptados a cada sector: por ejemplo, para empresarios, análisis de políticas económicas; para comunidades, resolución de conflictos; para jóvenes, desmontaje de narrativas virales.

5. Visibilizar ejemplos inspiradores

Contar historias concretas en las que el pensamiento crítico haya evitado errores graves o permitido soluciones innovadoras.

6. Indicadores de impacto

Medir avances: cuántas personas participan en espacios de debate, cuántos medios incorporan verificadores, cuántas comunidades desarrollan planes con base en diagnósticos rigurosos.

Un llamado a la acción lúcida

El pensamiento crítico no es un lujo intelectual: es una herramienta de supervivencia democrática. Un país que no piensa, se deja llevar; y un país que se deja llevar, no cuida.

Por eso, la cultura de cuidado que hemos descrito en Colombia es buena solo será sólida si está sostenida por una ciudadanía capaz de hacer preguntas difíciles, de escuchar respuestas incómodas y de cambiar de opinión cuando la evidencia lo exige.

Cuidar a Colombia es, también, cuidar nuestra manera de pensar. Y en tiempos de polarización, desinformación y ataques a las instituciones, esa puede ser la forma más profunda y estratégica de resistencia ciudadana.


sábado, 23 de agosto de 2025

 


 Liderar en tiempos de desgaste: ética, mente y biografía para cuidar a Colombia

Resaltar lo positivo y cuidar lo que funciona en un país fracturado no es una tarea menor. Exige algo más que optimismo: requiere lucidez para entender el deterioro mental y ético que atraviesa a nuestra sociedad y, a la vez, la capacidad de construir una narrativa que movilice voluntades hacia un propósito común. Esta es la paradoja que enfrenta cualquier movimiento ciudadano que quiera inspirar, y no solo indignar, en un entorno donde la fragilidad emocional y la pérdida de referencias éticas se han vuelto parte del paisaje.

En los últimos meses, he escrito sobre tres pilares que considero esenciales para este desafío: la ética y la cultura como bases para una ciudadanía menos manipulable; la crisis moral como amenaza silenciosa que erosiona la confianza; y el liderazgo transformador como motor de cambio real. A estos temas se suma un cuarto, que hemos explorado recientemente: el papel de la salud mental y de la biografía personal de quienes lideran y votan. La pregunta que me guía hoy es simple, pero incómoda: ¿cómo liderar un movimiento que busca cuidar a Colombia resaltando lo positivo, cuando el entorno mental y ético está tan deteriorado?

1. La base ética y cultural como antídoto

En un blog reciente, distinguía entre moral, moralidad, ética y cultura. No es un ejercicio académico: estas palabras nombran las infraestructuras invisibles que sostienen —o debilitan— la vida democrática. La ética es el marco reflexivo que nos ayuda a discernir lo correcto de lo incorrecto; la moralidad, el conjunto de normas concretas que regulan nuestra convivencia; y la cultura, el tejido de hábitos y significados que nos define como comunidad.

Un movimiento que quiera cuidar a Colombia debe partir de un piso ético claro, no de una suma de moralismos parciales. Si no hay un marco de referencia compartido, la narrativa positiva corre el riesgo de fragmentarse en interpretaciones subjetivas o sectarias. La cultura ciudadana no es un adorno: es el suelo firme sobre el cual se puede construir un proyecto colectivo que trascienda ideologías.


2. La crisis moral como riesgo estratégico

Vivimos una crisis moral que va más allá de la corrupción o del cinismo político. Lo que se ha roto es el “orden moral compartido”, ese conjunto de acuerdos básicos que nos permitían reconocernos en un terreno común. Sin ese orden, la confianza se evapora, y sin confianza es casi imposible cooperar.

Esta erosión no se resuelve solo con leyes o campañas. Requiere una reconstrucción paciente de vínculos, y de ahí la importancia de un movimiento que no solo denuncie lo negativo, sino que amplifique ejemplos de integridad, responsabilidad y cooperación. Sin embargo, para que este mensaje cale, debe reconocer la gravedad de la crisis. Negarla sería ingenuo; abordarla con franqueza es un acto de respeto hacia la ciudadanía.


3. El factor mental: la mente como campo de batalla

En el blog sobre salud mental en la democracia, expuse una realidad preocupante: más del 60% de los colombianos padece alguna forma de trastorno mental, y buena parte de quienes votan —y de quienes gobiernan— lo hace desde estados emocionales frágiles o inestables. Esto no es un dato accesorio: condiciona la manera en que recibimos, procesamos y respondemos a los mensajes políticos.

En este contexto, una narrativa positiva puede ser vista con desconfianza o incluso hostilidad, no por su contenido, sino porque interpela a mentes acostumbradas a operar en clave de amenaza o pérdida. Entender esto es crítico para no frustrarse ni abandonar la estrategia: parte de la tarea es precisamente generar espacios donde la emocionalidad colectiva pueda estabilizarse.

4. Cuando la biografía gobierna

El mi blog anterior abordaba un punto crítico: los líderes no son máquinas racionales que toman decisiones en abstracto. Arrastran consigo su historia personal, sus traumas y vacíos. Alberto Lederman lo dice sin rodeos: “el poder no es la causa, sino el síntoma”. La ambición política suele ser una estrategia defensiva para tapar heridas profundas.

Cuando esas heridas no se trabajan, terminan proyectándose sobre la sociedad. Un líder que no ha resuelto su necesidad de control, su miedo a la pérdida o su obsesión por el reconocimiento puede convertir esos patrones en políticas de Estado. El resultado no es solo ineficiencia: es un tipo de daño estructural que corroe las instituciones desde adentro.

5. Liderazgo transformador en un entorno deteriorado

¿Cómo liderar, entonces, cuando el terreno está tan contaminado? La respuesta pasa por tres condiciones:

  1. Visión ética clara y compartida
    El movimiento debe tener un núcleo de principios no negociables que sirvan de guía ante la presión, la manipulación y el oportunismo. Estos principios no son un dogma, sino un marco para la acción.
  2. Narrativa emocional positiva pero realista
    No se trata de pintar un país ficticio, sino de reconocer lo bueno que vale la pena cuidar , así como sus problemas 
  3. La positividad no puede ser ingenua: debe estar anclada en hechos y en ejemplos concretos.
  4. Espacios colectivos para procesar la incomodidad
    El cambio duele. Si no hay lugares donde la incomodidad pueda discutirse y transformarse, la reacción natural será el rechazo. La pedagogía del cuidado incluye enseñar a lidiar con la incomodidad sin caer en la parálisis o el resentimiento.

6. Cuidar desde la lucidez, no desde la ingenuidad

Cuidar a Colombia no significa ignorar sus fracturas. Al contrario: es partir de ellas para diseñar estrategias más realistas. En un entorno mental y ético deteriorado, no todos se sumarán al movimiento, y eso está bien. El foco debe estar en quienes, aun con sus heridas, están dispuestos a comprometerse con algo más grande que ellos mismos.

Medir el avance no solo en número de proyectos o políticas, sino en cambios culturales: más diálogo, menos victimismo; más corresponsabilidad, menos espera pasiva de soluciones externas. Este tipo de indicadores culturales es tan importante como cualquier meta cuantitativa.

7. El liderazgo que cuida el alma del país

Responder a la pregunta inicial implica aceptar que cuidar a Colombia no es solo proteger recursos naturales o infraestructuras, sino también su integridad moral y mental. Un liderazgo así es faro ético, laboratorio emocional y plataforma de acción colectiva.

La lucidez exige ver lo que está roto, pero también reconocer lo que aún late con fuerza. La estrategia es doble: proteger lo sano y sanar lo herido. No siempre habrá aplausos; muchas veces el liderazgo transformador incomoda, porque obliga a dejar atrás viejos hábitos y narrativas. Pero esa incomodidad, bien gestionada, es el signo de que algo profundo está cambiando.

8. Conclusión: la política como terapia colectiva

En sociedades con un deterioro mental y ético profundo, la política puede ser —y debería ser— una forma de terapia colectiva. No terapia en el sentido clínico, sino como proceso de sanación de vínculos, de recuperación de un lenguaje común y de fortalecimiento de la autoestima colectiva.

El movimiento que quiera cuidar a Colombia debe asumir este rol: no solo disputar el poder, sino reparar el tejido social y emocional que hará posible sostener cualquier transformación. La pregunta no es solo quién gobernará, sino cómo se gobernará y desde qué estado interno emocional.

Porque al final, la biografía de un país no se escribe solo en sus leyes o en sus planes de desarrollo. Se escribe en la mente y el corazón de quienes lo conducen… y de quienes lo habitan.


PD: si considera interesante este blog agradezco se envíe a otras personas que puedan leerlo



viernes, 15 de agosto de 2025

El peso invisible de la salud mental en el poder

  


Cuando la biografía gobierna: el peso invisible de la salud mental en el poder

En mi último blog hablé de un tema que rara vez entra en la conversación política: la salud mental de los dirigentes y de los votantes. No como un asunto privado, sino como una variable que puede decidir el rumbo de una democracia. Hoy quiero ir más allá. Quiero mostrar cómo la biografía emocional de quienes ejercen el poder —sus traumas, miedos y vacíos— condiciona de manera decisiva sus decisiones y, por extensión, nuestras vidas

Esto no es teoría abstracta. Es una mirada que emerge del trabajo de Alberto Lederman en La biografía del poder, y que ayuda a iluminar un terreno donde se cruzan psicología y política. Allí, en ese punto ciego del análisis público, se juega gran parte de la salud de nuestras democracias.


La necesidad de una mirada externa

Hay realidades que no se ven desde adentro. A veces necesitamos un “satélite” —alguien que nos observe desde fuera— para devolvernos una imagen menos distorsionada de lo que ocurre. En política, ese satélite puede ser un académico, un periodista o un observador internacional que nos ayude a ver lo que la costumbre o el ruido mediático ocultan.

En el caso de la salud mental de los líderes, esta mirada externa es esencial. La cercanía suele anestesiar la percepción. Nos acostumbramos a gestos, tonos y comportamientos que en cualquier otro contexto serían señales de alerta. Sin esa perspectiva externa, perdemos la capacidad de medir el daño que un liderazgo emocionalmente enfermo puede causar.

El origen personal del liderazgo 

La biografía de una persona explica, en gran medida, sus elecciones: por qué hace lo que hace y cómo lo hace. En un líder político, esta relación entre pasado y presente adquiere una dimensión sistémica. Sus emociones, creencias y reacciones no solo afectan a su entorno inmediato: se proyectan sobre todo un país.

El pasado, lejos de quedar atrás, sigue operando como una fuerza silenciosa que condiciona el presente y modela el futuro. Un trauma no resuelto, un vacío afectivo, una herida de infancia pueden volverse motores invisibles de la acción política.

Patologías que impiden el trabajo colectivo

El mundo actual exige trabajos colectivos para resolver problemas complejos. Sin embargo, hay rasgos de personalidad que hacen imposible esa cooperación: narcisismo, ego desmedido, autorreferencia. Son formas de incapacidad para darle espacio al otro, para reconocerlo como un interlocutor legítimo.

En este tipo de personalidades, los demás son prescindibles, meros instrumentos o amenazas para quien está en posición de poder. Lederman  describe a estas personas como “agujeros negros” que absorben luz y no devuelven nada. En política, esta dinámica bloquea el diálogo y condena a las sociedades a repetir sus crisis crónicas.


El núcleo invisible del poder

En toda organización hay un núcleo estratégico que define el rumbo del conjunto. En un país, ese núcleo es su estructura de poder, algo así como un sistema nervioso central. Invisible para la mayoría, pero determinante. Cuando ese núcleo está en manos de personas emocionalmente inestables, el precio se paga en todas las dimensiones: económica, social, cultural y en las relaciones internacionales del país.

En ausencia de mecanismos de control institucional, pueden aparecer “locos que seducen” y se encaraman en el poder. Construyen modelos delirantes, no porque las instituciones lo determinen, sino porque su núcleo personal de poder —su mundo interno— está gobernado por distorsiones profundas.


Trauma y ambición: el poder como síntoma

Según Lederman, todos los líderes arrastran algún trauma. Cuanto más grande es, mayor suele ser la necesidad de compensarlo. La ambición desmedida por el poder o el dinero, en muchos casos, es la respuesta a una experiencia temprana de dolor. El poder no es la causa, sino el síntoma. Funciona como una droga que aplaca angustias intensas.

En ese sentido, poder y vulnerabilidad son vecinos. Muchos imperios —y muchas tragedias— se han levantado sobre biografías marcadas por pérdidas irreparables. La historia está llena de ejemplos de dirigentes que, sin resolver sus heridas, proyectaron su dolor sobre millones.

Cuando el sobreviviente se vuelve peligroso

Hay personas que, en un contexto límite, desarrollan estrategias de supervivencia admirables. Pero fuera de ese contexto, esas mismas estrategias pueden volverse destructivas. Un sobreviviente a cualquier precio, si llega a un cargo de poder, puede aplicar esas lógicas defensivas a la vida de todo un país.

Un líder enfermo no solo dirige mal: contagia su patología a las instituciones. Y ese es el verdadero peligro. La salud mental de un dirigente no es un tema privado; es un asunto de interés público que debería estar en el centro del debate democrático. Por esta razón, es que me he propuesto visibilizarlo en estos blogs.

Fragilidad emocional y democracia

La política no debería ser tarea para solistas. Exige proyectos colectivos y capacidad de trabajar con otros. Sin embargo, nuestros dirigentes suelen operar en clave individual, con poca disposición a crear espacios de diálogo y reflexión. En el caso de Petro, los concejos de ministros muestran en vivo esta patología. La falta de escucha es endémica: a veces oyen solo una parte del mensaje, amortiguada por sus prejuicios; otras, simplemente no tienen receptividad emocional, y la mayoría de las veces los espacios con otros, son para oírse a sí mismos ignorando a los demás. 

El narcisismo y el ego, disfrazados de fortaleza, suelen ocultar inseguridades y miedos profundos. Para quien vive angustiado, el poder es un calmante poderoso. La política hay muchas personalidades adictas a la adrenalina, más interesadas en su seducción constante que en resolver problemas reales. Lederman es particularmente duro con la evaluación que hace de los políticos argentinos en su país.

Políticos sin formación emocional

El gran problema es que muchos de las personas que saltan al ruedo de la política,  llegan a cargos ejecutivos sin la preparación mental y emocional necesaria para soportar la tensión. No se dan cuenta que para enfrentar un toro Miura de 550 kg se necesita un gran torero, porque al novillero es apenas un aprendiz. A la fecha, más de 70 espontáneos se han lanzado al ruedo como candidatos a la presidencia de Colombia. Increíble.

Estoy seguro, que muy pocos han trabajado sobre sí mismos, no cuentan con soporte psicológico, y en muchos casos, su capacidad de autocontrol es mínima. El resultado: decisiones tomadas desde la impulsividad o el resentimiento, no desde la reflexión profunda, la razón o el bien común.

Esta realidad sirve para explicar, el porqué  en demasiados casos, la oferta de buenos candidatos políticos es tan pobre. No se exige lo fundamental: líderes que sepan manejarse a sí mismos antes de pretender manejar un país.

Conclusión: elevar los requisitos y cambiar la conversación

El análisis político convencional suele centrarse en ideologías, programas o alianzas. Pero hay una variable que está por encima de todas: la lógica emocional y mental de quien pretende llegar a una posición de poder con impacto en millones de colombianos . Esa lógica determina, muchas veces más que las políticas públicas, el destino de las instituciones y de un país.

Por eso, es urgente elevar los estándares para quienes aspiran a cargos de poder, tanto para los ejecutivos de las empresas, como los dirigentes políticos. No solo en lo técnico o lo ético, sino en lo psicológico. La salud mental debe dejar de ser un tabú en el debate democrático. Reconocerla y evaluarla es una condición para la supervivencia de nuestras democracias.

En un mundo donde la fragilidad emocional es decisiva, no basta con elegir entre izquierda o derecha, entre cambio o continuidad. Hay que preguntarse, sobre todo: ¿quién tiene la estabilidad interna para ejercer el poder sin que sus fantasmas personales se conviertan en los nuestros y acaben con el país?


PD: para los lectores que no hayan leído mi blog anterior, los invito a hacerlo por tratarse de un asunto vital para nuestra democracia. Y si consideran valiosos estos dos blogs les agradezco reproducirlos a sus conocidos. 



sábado, 9 de agosto de 2025

 


Cuando la mente enferma dirige y elige: salud mental,  liderazgo político y el alma de una nación

Un análisis necesario sobre el impacto de la fragilidad mental en nuestra democracia.

I. Introducción: un nuevo desafío para la salud de la democracia

Colombia —como muchas otras democracias del mundo— atraviesa una crisis cada vez más preocupante que puede tener consecuencias devastadoras si no se reconoce a tiempo: el deterioro de la salud mental, tanto de los dirigentes como de los ciudadanos. No se trata de un problema marginal o individual. Estamos ante una amenaza estructural que afecta el juicio, la convivencia, la empatía y, en última instancia, la capacidad de una sociedad para construir un proyecto compartido.

La gravedad del asunto quedó expuesto recientemente con el informe del Ministerio de Salud que reveló que más del 60% de los colombianos presentan algún tipo de trastorno mental. La cifra es alarmante por sí sola, pero lo es aún más cuando se conecta con el estado emocional de nuestros dirigentes y la dinámica colectiva que los llevó al poder.

Este blog busca abrir un espacio de reflexión y de una conversación pública difícil, sobre un tema que ha sido tabú por demasiado tiempo: la salud mental en general, y el impacto en el ejercicio de la conducción política y en las decisiones del electorado. No se trata de estigmatizar, sino de entender. Tampoco de atacar, sino de aprender. Porque si no abordamos este tema con madurez, corremos el riesgo de que nuestras democracias sigan premiando la disfuncionalidad emocional —en lugar de la sabiduría colectiva— como base de la representación popular. 


II. Dirigentes con rasgos preocupantes: ¿delirios de poder o síntomas clínicos?

Casos emblemáticos que me generan esta reflexión, como lo son Gustavo Petro y Donald Trump. Cada uno en extremos ideológicos distintos, comparten un patrón de comportamiento que ha encendido las alertas de psiquiatras, psicólogos y analistas políticos en Colombia y en el mundo. El narcisismo extremo, la desconexión con la realidad, la negación de los errores, los discursos paranoicos, y una necesidad compulsiva de dividir para reinar, son solo algunos de los síntomas que muestran estos dos individuos.  Y se repiten con una frecuencia cada vez mayor, ante la tolerancia o la indiferencia de una ciudadanía herida, que es la más afectada;   por un tema crítico que se ha normalizado y por lo cual  no se habla dada la sensibilidad que genera.

Numerosos profesionales de la salud mental han señalado que dirigentes que exhiben estas conductas, pueden asociarse claramente con el trastorno narcisista de la personalidad, el trastorno antisocial, o incluso rasgos paranoicos. No es necesario tener un diagnóstico clínico, para reconocer el impacto profundo de esta situación a nivel psicológico y social: una polarización exacerbada, el miedo colectivo, la victimización masiva, la manipulación emocional, el uso irresponsable del lenguaje y su efecto en el manejo de las instituciones del Estado. El inmenso peligro de estas dinámicas  es  que sus  efectos  pueden  tomar muchos años y esfuerzo para reparar.

Pero lo más inquietante es que personas con estas condicionas, no llegan solos al poder. Son elegidos democráticamente. De hecho, utilizan malévolamente las reglas del sistema para socavarlo. Y aquí comienza la segunda parte de mi preocupación.


III. Electores emocionalmente vulnerables: una sociedad que vota desde la herida

¿Qué lleva a millones de personas a votar —una y otra vez— por figuras que exacerban el miedo, el resentimiento o la desesperanza? ¿Por qué tantos ciudadanos —aun sufriendo las consecuencias de malos gobiernos— insisten en seguir apoyando a quienes los desorientan o maltratan? Esta pregunta es pertinente en el caso de Trump, y potencialmente un inmenso peligro de cara a las elecciones del 2026 en Colombia.

Una respuesta probable puede estar en que se ha generado un vínculo emocional inconsciente entre estos dirigentes disfuncionales y sus sociedades que están heridas. Cuando en una sociedad hay muchas personas que están atravesadas por traumas colectivos, frustración crónica o desesperanza aprendida, tiende a aferrarse a figuras mesiánicas o autoritarias que ofrecen unas certezas absolutas, unos culpables claros y la aceptación de soluciones simples.

En Colombia, con más del 60% de la población afectada por trastornos de ansiedad, depresión o estrés crónico, este fenómeno no es sorprendente. La política se ha convertido en un escenario de descarga emocional, más que de deliberación racional. Se vota no por propuestas, sino por rabia. No por futuro, sino por revancha. No para construir, sino para castigar. Y personalidades paranoides y narcisistas, lo aprovechan para manipular emocionalmente a sus seguidores.

Se genera un ciclo que es profundamente destructivo. Porque a mayor frustración, mayor radicalización. Y a mayor radicalización, más incentivos para que los dirigentes políticos aumenten sus comportamientos disfuncionales, porque saben que estos les aseguran fidelidad emocional y dependencia.

IV. Una doble enfermedad que se retroalimenta

Cuando coincide un dirigente con una salud mental frágil y una sociedad emocionalmente herida, se genera una simbiosis tóxica. El dirigente enfermo necesita aprobación constante para sostener su ego. La ciudadanía herida necesita canalizar su malestar a través de una figura que simbolice su rabia o su deseo de redención. Les hace sentir  que es alguien que los escucha, los comprende y los representa. El resultado es una democracia emocionalmente secuestrada, donde los hechos importan menos que los relatos falsos, y donde las decisiones se toman desde el hígado, no desde la cabeza. 

Hoy asistimos a lo que podría llamarse un síndrome de Estocolmo colectivo: multitudes que terminan identificándose con quien las domina, justificando incluso sus abusos. Pero, a diferencia de un secuestro real, aquí existe la posibilidad de romper el vínculo. Cuando la persona reconoce la trampa, puede elegir sacudirse esa influencia y regresar a la brújula de sus propios valores.

Este fenómeno no surge por azar. Quien controla el mensaje sabe dónde golpear: identifica las fibras más dolorosas de la sociedad y las pulsa con precisión quirúrgica. No busca sanar heridas ni resolver problemas, sino manipular emociones a su favor. Lo hace sin verdad, sin ética y con una intención calculadamente maliciosa.



Lo que está en juego no es solo el funcionamiento del Estado, sino la salud emocional colectiva de una nación. Y el precio que pagamos es altísimo: desconfianza generalizada, conflictos sociales permanentes, un debilitamiento institucional acelerado y un país que se vuelve cada vez más difícil de gobernar.


V. ¿Y cómo podría afectar esta realidad a los movimientos como los que propician una narrativa positiva y esperanzadora ? Hay un riesgo y una oportunidad

Iniciativas de este tipo como las que se han venido proponiendo en el país son urgentes de promover y apoyar. Surgen precisamente como respuesta a esta crisis emocional y no podemos desfallecer. Su narrativa positiva, su énfasis en el cuidado de nuestro país, en el fomento de la esperanza, la confianza en que si podemos superar el momento histórico mediante la acción colectiva. Son como una vacuna porque representan una contraofensiva emocional frente a un entorno profundamente deteriorado, pero donde hay millones de colombianos que están dispuestos a escuchar porque no se quieren dejar secuestrar e intoxicar mental y anímicamente. 

Sin embargo, este tipo de iniciativas  también enfrentan un desafío inmenso: ¿cómo conectarse con una ciudadanía fragmentada emocionalmente, que además se siente utilizada y traicionada, y que la ha hecho desconfiada, sentirse herida o anestesiada? 

Hoy la salud mental no es un tema periférico. Es una variable estructural fundamental en cualquier proceso de transformación social. Si no se reconoce esta realidad, los esfuerzos por construir una narrativa colectiva de esperanza pueden ser interpretados como ingenuos, elitistas o desconectados de la realidad. O lo que es peor aún, otra manipulación más.

VI. ¿Es posible una política mentalmente saludable?

Yo pienso que debe ser posible. Pero va implicar un cambio profundo en la cultura cívica de nuestra sociedad y en la forma en que abordemos el impacto de la salud mental en nuestra democracia. La Ley 1616 del 2013 y la 2460 del 2025 nos obliga a todos a poner atención en la salud mental, y poner énfasis en la prevención. Por lo tanto, necesitamos que los dirigentes que están aspirando a llegar al poder,  entiendan el problema, y sepan ejercer el liderazgo para integrar el tema de la salud emocional personal y colectiva, con la capacidad política de responder a las crecientes expectativas de la gente. 

El problema nos exige que, en un país que quiere cuidar la democracia, necesita que sus  ciudadanos cuando voten, lo hagan desde la conciencia, sean capaces de cuestionar y no se dejen solo llevar por la emocionalidad ciega. Urgen los partidos que ofrezcan proyectos atractivos y viables de realizar, no solo la polarización, el odio y la lucha de clases. 

Es crítica la labor pedagógica de todos los medios escritos y otras fuentes de información , para que ayuden a orientar la opinión pública, y por lo tanto, los necesitamos  hoy más que nunca, pero ellos también requieren de nuestro apoyo, porque los primeros están muy vulnerables. Los necesitamos para que  puedan  informar con responsabilidad, y no como muchos de ellos, que hoy  alimentan el morbo y las pasiones destructivas de una sociedad enferma.

Y, sobre todo, necesitamos urgentemente abrir una conversación difícil sobre el impacto de la salud mental de nuestra sociedad en la democracia. No puede ser un tabú ni se puede seguir ocultando más esta realidad. Por lo tanto, surgen preguntas  incómodas como:

  • ¿Debería evaluarse la salud mental de los candidatos presidenciales?
  • ¿Es posible prevenir colectivamente los delirios autoritarios?
  • ¿Se puede educar emocionalmente a un electorado?
  • ¿Qué responsabilidad tienen los dirigentes políticos que llegan a posiciones de poder y autoridad, de demostrar que son personas mental y emocionalmente competentes, cuando sus decisiones tienen un inmenso impacto en la sociedad?

Estas preguntas son parte de la solución. Porque solo cuando reconocemos la dimensión emocional de la democracia, estamos en condiciones de cuidarla.


VII. Conclusión: sanar para poder cuidar

Colombia —y muchas otras democracias del mundo— están heridas. Pero una herida no es lo mismo que una condena. Puede convertirse en el lugar desde donde nace la transformación.

La buena noticia es que cuidar a Colombia, como lo he propuesto en mis blogs anteriores, también implica cuidar su salud mental colectiva y la de sus dirigentes. Y eso comienza por mirar con valentía lo que antes se ocultaba. Por hablar de lo que duele. Por preguntarse si es posible gobernar con equilibrio emocional. Y por construir juntos una nueva cultura política donde las emociones no sean manipuladas, sino comprendidas y canalizadas hacia el bien común.

Porque Colombia es buena. Pero solo si también es sana.

Y vale la pena cuidarla, precisamente por eso.

PD: para los lectores que no hayan leído mi blog anterior, los invito a hacerlo por tratarse de un asunto vital para nuestra democracia. Y si consideran valiosos estos dos blogs les agradezco reproducirlos a sus conocidos.